El Borda

Los alcances del dispositivo. Apuntes sobre fotografía y locura en la Argentina.

A partir de 1982, y en simultáneo al dictado de un curso en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, Eduardo Gil creó y coordinó un taller de fotografía dirigido a los internos del hospital de psiquiatría José T. Borda.

En el transcurso de los dos años y medio que duró esa experiencia, Gil fue elaborando un ensayo fotográfico compuesto por una galería de retratos de los internos en toma directa, sin recortes ni manipulación, que comenzaría a exponer paulatinamente en el país y en el exterior, junto a sus fotografías de Latinoamérica.

La serie del Borda es significativa dentro de su producción fotográfica ya que con ella inicia un trabajo de largo aliento –dura 15 años– y culmina con el libro (argentina) que es, en sus palabras, una metáfora de lo que fue el país del post-proceso hasta la actualidad.

Como sabemos, la reconocida intervención de Eduardo Gil en el Siluetazo, simultánea a la serie del Borda, constituye un registro fotográfico insoslayable en la historia visual argentina, al documentar esa acción estético-política que logró simbolizar la desaparición. Representación de la representación, las fotografías de Gil se inscriben, a su tiempo y mediando, en el debate sobre lo que puede ser representado, sobre cómo dar testimonio de una ausencia.

En buena medida, la tarea del fotógrafo en el hospital fue condición de posibilidad de ese “poner el cuerpo” en favor del registro de las siluetas de esos cuerpos ya que, él mismo admite, se acercó a la Plaza de Mayo en el año 83, motivado por la gente del Borda que participaba de las marchas a través del Movimiento Solidario de Salud Mental. Aunque menos clamorosa en su fortuna crítica, la serie de internos del Borda también exigió un involucramiento, un cuerpo a cuerpo con lo representado, montar un dispositivo visual que a la función testimonial le imprimió un giro poético.

A medio camino entre la voluntad documental y la búsqueda estética, Eduardo Gil procedió como un regisseur de lo fotográfico. Desde los personajes y los objetos hasta los ambientes que aparecen en la serie del Borda, sus fotografías se afirman como una puesta en escena, una teatralización, sobria a la vez que inocultable. Porque en sus retratos, aquello que, en una primera instancia se capta con la cámara en “el momento preciso”, está determinado no solo por la decisión previa de qué fotografiar sino por el proceso posterior de revelado y copia, donde el fotógrafo imprimió signos culturalmente codificados sobre lo que deseaba testimoniar.

Siguiendo a François Soulages, quien retoma a Roland Barthes para problematizar el “eso fue” de la fotografía, podemos pensar que estas fotografías de Gil se asientan en una estética del “eso fue actuado”, en tanto cuestionan el carácter de registro de un real imposible y se inclinan más bien hacia la representación artificiosa de una realidad.

En el retrato Celestino, por ejemplo, Gil dota a la fotografía de ciertas cualidades plásticas. Se trata de una imagen directa, signada por un artificio en la pose y por la disposición del modelo delante de un fondo neutro y oscuro que resalta su figura. La imagen del retratado emerge dramáticamente desde esa oscuridad. Por los efectos tonales de claroscuros, el retrato de Celestino cita las composiciones de Rembrandt.

La construcción visual es posible por la capacidad del fotógrafo de captar cierta interioridad del retratado, dada por el contraste entre la luz centrada en él y la oscuridad circundante, lo que confiere a la fotografía el aura de un retrato íntimo. Pero la referencia al pintor no es solo cifra de exigencia artística –Gil fotografía a Celestino como lo hubiera pintado Rembrandt– sino también lo evoca en el vínculo empático establecido con el retratado, un personaje marginal como los modelos del artista holandés. En una entrevista Gil se refiere a la relación de comunión con ese otro, que revela un posicionamiento ético frente al oficio:

Los conocía por el nombre y ellos me conocían a mí. Desde el principio tuve clarísimo que no me interesaba hacer la típica foto manicomial de la gente degradada y comiendo de la basura, sino mostrar seres humanos carentes de amor y olvidados por la sociedad.

La cita de Gil expone de modo elocuente un gesto que es político. Para él, ver a los sujetos del hospicio es reconocerlos o, expresado en palabras de Didi-Huberman, otorgar un derecho a la imagen a esa parcela de humanidad escamoteada o subexpuesta a la representación.

En otra fotografía de la serie, Esqueletos, tomada en 1985 en las instalaciones del hospital que fueron demolidas, se muestra una escena donde la realidad asume apariencia de sueño, insinuando una sensación de inquietante extrañeza. Eduardo Gil rememora la situación concreta de captación de la imagen:

La tomé en una de las celebraciones, no me acuerdo si fue el día de la primavera o una de esas fechas en que va gente que se disfraza, actúa, etc. […] En aquel momento allí vivía gente de todo tipo, gente marginal, los que estaban dados de alta que no tenían forma de vivir fuera del hospital y volvían allí a la noche, etc. Me crucé con dos muchachos que andaban recorriendo también esas ruinas. Eran de uno de los grupos teatrales, no eran internos. La cosa era muy surreal. Yo iba también deambulando. Cuando los vi, les grité que se quedaran quietos, nos separaba el hueco de una especie de aire y luz. Levanté la cámara, hice dos tomas y los flacos se fueron. Así de simple, fueron dos disparos con la última colita del rollo.

En efecto, la conjunción del edificio vacío y a medio demoler con los personajes disfrazados de esqueletos confiere a la composición un aire espectral, la convierte en una visión onírica que entronca claramente con la herencia iconográfica surrealista o, mejor, con los grabados de José Guadalupe Posada, quien fuera considerado por André Breton el precursor del movimiento en alcanzar un tono de sutil ironía para tratar con lo macabro.

Así, los esqueletos de Gil, más que regodearse en las connotaciones lúgubres que de su aparición en un lugar de reclusión podrían desprenderse, abren a una dimensión difusa de lo inquietante, que juega con la perplejidad frente a lo que esperaríamos encontrar en ese escenario.

Paula Bertúa
Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA) Nº 7, Buenos Aires, Argentina, 2015.

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